Sobre una pantalla a foro se proyectan imágenes en blanco y negro, un rostro de otro tiempo y otro lugar. Al centro una silla, una mesa con pocas cosas; un whisky, una cámara, un libreto; indicios. Alguien se asoma, emerge de los fondos de la sala…
¡Cómo puedo no ser Montgomery Clift!, se pregunta el hombre de pie frente a la platea, a poco de comenzar el espectáculo. Pregunta que parece ser la premisa en base a la cual la obra despliega una indagación sobre los límites y el valor de la identidad, a partir del doloroso tránsito de su protagonista. El texto de Alberto Conejero retoma la biografía real de la estrella de Hollywood Montgomery Clift (galán cinematográfico, compañero de ruta de artistas como Marlon Brando y Elizabeth Taylor, que a su vez son personajes convocados por “Monty” en el transcurso de la obra) para condensar en forma bella y cuidadosa sus últimos diez años de vida, a partir del cruento accidente de auto que lo dejó marcado física y emocionalmente. Un accidente que lo llevaría a replantearse su vínculo con la industria del cine de oro norteamericano y la permanente presión que esta industria ejercía sobre su vida personal y su propia vocación artística y actoral.
Dado este mundo como referencia histórica, la puesta en escena y la dramaturgia se articulan para ofrecernos un unipersonal que, con escasos elementos escenográficos y un uso eficaz de ciertos procedimientos típicos (diálogos con interlocutores imaginarios, a público, o soliloquios, imbricados con el preciso dispositivo sonoro y lumínico), imagina y re-crea el pathos de Monty Clift: el esfuerzo por asimilar su nuevo rostro surcado de cicatrices (y reconocerse en él por sobre la marea de su propia imagen que lo atosiga desde la pantalla grande) ; el intento de reivindicar su oficio llevando adelante una puesta para teatro de cámara de La gaviota de Chéjov (que eventualmente puede conducirlo hacia un fatídico devenir-Treplev); su esperanza, frustrada una y otra vez, de recibir el Oscar; la lucha con sus adicciones, con sus fantasmas familiares; los enfrentamientos con la prensa y el ocultamiento de su homosexualidad.
Nahuel Cano asume la persona de este hombre abrumado, en su derrotero desde la celebridad y el éxito hasta la decadencia y el ostracismo final. Máscara que construye con un gran nivel de concentración, entregado hasta el agotamiento a las vicisitudes de una vida que pelea por no deshacerse, que busca hacer pie, rescatarse a sí misma. La relativa lejanía del referente (un miembro del star system estadounidense de la década del 50) es salvada con oficio y sostenida presencia por el trabajo de Cano, destacándose la sutileza de los momentos en que, dirigiéndose a la platea, abre y comparte desde la mirada franca y la triste sonrisa toda la desazón de su personaje.
Cliff es varias cosas: una biografía; un intertexto que juega con la materia actoral; un cuento de redención malograda, una reflexión sobre la identidad y el deseo. Pero ante todo, Cliff es el trazo poético de una vida que no pudo, la estela agónica de una estrella que se apagó a pesar suyo. La remembranza de un sueño interrumpido.