¿Qué pasaría si hoy día alguien nos invitara, cual moderno Virgilio, a visitar una pequeña porción de purgatorio? ¿Y si nos dejara solos por una hora, descansando en el claro de un bosque otoñal, sumergidos en la penumbra ultraterrena, en los reflejos anaranjados y verdes de un eterno crepúsculo? En un lugar así nos da cita la obra, y rápidamente advertimos que hay algo muy extraño en este bosque; no sólo por el infinito colchón de hojas secas; no sólo por las ramas desnudas de los árboles que se alzan, imponentes y retorcidas, como manos pálidas que imploran y sufren. La presencia de elementos inesperados (una bañadera llena, cajoncitos que salen del tronco de los árboles, una puerta que conduce a ningún lado, el marco vacío de un espejo, entre otros) nos da el indicio de hallarnos en un lugar donde la lógica racional y cotidiana ya no corre; una suerte de País de las Desmaravillas donde seis alicias desgraciadas han tenido el infortunio de seguir a un perverso Conejo Blanco.
Seis infiernos personales, entonces, se despliegan en este espacio extrañado. Seis monólogos que deshilvanan, en el aire tenue, obsesiones, abandonos, traiciones, amores prohibidos, descuidos fatales... son tragedias mínimas, traumas circulares que enclaustran la existencia de estas mujeres que conviven sin verse, sometidas a la vida breve por un vacío que las devora desde adentro, lanzando lamentos cuyos ecos se cruzan y se multiplican.
La evocación de semejante universo sería imposible sin el trabajo artesanal de las actrices, que componen con singularidad la energía espasmódica de sus diferentes caracteres, tal que personalidad y trastorno afectivo se confunden en una inextricable madeja de angustias, temblores, y risas ahogadas. Una bulímica prepotente, una doncella descarriada, una cleptómana casi arltiana en su ruindad y miseria, una monja con pasiones inconfesables, y dos mujeres-niñas anonadadas para siempre por la muerte temprana y su cuota de culpa intransferible, conforman la paleta de destinos estancados.
A nivel dramatúrgico se destacan los monólogos interpretados por Silvia Villazur (“Hay que cosear para ser alguien”: un hallazgo sintético y poético) y Maida Andrenacci (cuya carga trágica se estructura en un relato sumamente cómico).
Han pasado apenas setenta minutos, pero al salir al fresco de la calle se percibe que el tiempo allá adentro es otra cosa; un jarabe espeso y sutil, un equívoco, un eterno retorno del fracaso. Quizá a veces vamos al teatro “para distraernos de las prohibiciones” (como lúcidamente afirma una de ellas respecto al cinematógrafo), pero frente a visiones como ésta la función sedante es saboteada por un movimiento más inquietante de la percepción... ¿o acaso nosotros no ocultamos un claro de bosque en nuestro interior, reviviendo sin cesar, como un pulso profundo e inaudible, nuestros pequeños infiernos privados?