“El gran teatro del mundo” es un auto sacramental del siglo XVII, destinado a la representación teatral de carácter alegórico para divulgar entre el público la teología católica. El Autor (Dios) quiere festejar su grandeza y para eso decide hacer una obra de teatro. Convoca a Mundo (Naturaleza) para que se encargue de hacer la puesta en escena y la dramaturgia. También llama a las almas, a las que les reparte distintos papeles para que representen cuando sean hombres (Rey, Rico, Pobre, Labrador, Hermosura, Religión, Niño); prometiéndoles premio o castigo según su interpretación en el teatro del mundo.
Desde su rol de director, Francisco Civit, sale holgadamente airoso de múltiples desafíos: revisitar un clásico del teatro español, una pieza sumamente difícil por tratarse de un auto calderoniano (en el cual se fusiona lo natural con lo sobrenatural, posee intención didáctica y carácter litúrgico), y estrenarlo en una sala del circuito off, donde no es habitual este tipo de puestas.
El texto se respeta de principio a fin, sin haber adaptaciones, a excepción de los logrados momentos donde los versos son recitados en salmodia o cantados en diferentes estilos más contemporáneos, como el Doo-Wop del Rhythm & Blues de los años 50 (“Viendo estoy mi beldad hermosa y pura; (…)”), una ranchera acompañada de palmas (“Cuando el ansioso cuidado/ con que acudo a mi labor (…)”); o recurriendo a la percusión corporal (“¿A quién mirar no le asombra/ ser esta vida una flor (…)”), siendo el final: “¡Comamos, hoy, y bebamos, que mañana moriremos!”, (estrofa que se repite varias veces -el único lapso donde la estructura se modifica en toda la obra-), uno de los mejores resueltos desde el aspecto musical.
Como se dijo, Civit recupera un clásico agregándole condimentos actuales, pero no se olvida de los famosos “carros” y del aparato y el brillo escenográfico de la época (reflejado en la escenografía de Marina Apollonio), ni de la utilización de diversos instrumentos musicales como piano, violín, tambor, entre otros. Consigue además, acertar en el physique du rôle de los actores: Gabriel Yeannoteguy, encargado de ponerse en la piel del “Autor”, secundado en algunas escenas por un megáfono, se desenvuelve con plena soltura. Karina Antonelli (“Mundo” y “Voz”), descuella con una labor estupenda y uno de los soliloquios más extensos de las obras del dramaturgo madrileño (“Autor generoso mío/ a cuyo poder, a cuyo/ acento obedece todo, / yo el gran teatro del mundo, (…)”), también canta y realiza unos pasos de tap. Sería injusto mencionar solo a dos actores, ya que todos forman parte de un aceitado mecanismo de relojería, desde Miguel e Irina Rausch en los roles de “Pobre” y “Niña”, hasta María Zambelli, Sebastián Saslavsky y Pablo Aparicio (“Hermosura”, “Rico” y “Rey” respectivamente), pasando por Gabriela Calzada y Alejandro Zingman (“Ley” y “Labrador”). Se completa lo simbólico mediante el diseño de vestuario, a cargo de Rubén Dellarossa, donde el color de las ropas de los personajes denota su estado interior, siendo este un aspecto tradicional en los autos sacramentales de Calderón de la Barca.