Si hay algo a lo que el cine catalogado de “catástrofe” nos tiene muy acostumbrados es a la cercanía del fin del mundo: extraterrestres, zombies, volcanes en erupción, tsunamis o cometas amenazan con borrar ¿de una vez y para siempre? a la raza humana de la faz del planeta. Con la inminencia del Juicio Final la vida “pasa por enfrente de los ojos” y los errores del pasado vuelven de su letargo. Ya nada importa porque el mundo se acabará y lo mejor que se puede hacer es “irse en paz”. Por suerte, siempre hay un final feliz. Esas casi dos horas de desastres encadenados quedan sólo en pura amenaza y todos continúan con sus vidas normales, con todo lo que el adjetivo normal puede implicar.
Situémonos ahora en el verano de 1986. Los medios repetían hasta el hartazgo que el cometa Halley pasaría cerca de la Tierra, desatando una catarata de fantasías apocalípticas y volviendo a las personas verdaderos especialistas en el tema. En medio de esta fiebre Clara (Braña), Sofia (Sauthier) y Agustín (Monzo), unos trillizos “que no se parecen para nada”, se preparan para cenar en soledad y esperar la muerte: vinieron juntos a este mundo y lo más lógico es irse del mismo modo. Pero su plan se ve perturbado una vez tras otra ¿Los culpables? Amalia (Badaracco) una ex-novia que envuelta en la paranoia del juicio final busca el perdón; Ramiro (D Angelo) un repartidor que intentando entregar un pedido que nadie pidió permanece ajeno a la proximidad del Fin; la tía Mercedes (Esains) y su hijo Ariel (Torres) que, sin un mejor plan, buscan refugio en los seres queridos. Y, en medio de la puja entre trillizos e invasores, la voz de Víctor Hugo recordándonos que el cometa, aquel invitado especial (o, mejor dicho, espacial) está a la vuelta de la esquina.
Halley o el último día de nuestras vidas podría clasificarse como una telenovela… “una muy mala” según dice Ramiro. La lista va desde hermanos que no son realmente hermanos hasta un amor de la adolescencia que reaparece por ¿casualidad?, pasando por resentimientos a causa una herencia, amores imposibles, incesto. Pero nadie se debe olvidar del elemento siniestro: el cometa se acerca ¿qué mejor que un reloj para llevar la cuenta regresiva? Y para que no pasemos por alto su constante presencia que indica el devenir del tiempo y la inminencia del final, al comienzo de la obra Clara se encarga de colgarlo frente a nuestros ojos y allí permanecerá hasta los aplausos. Todo esto al ritmo de los 80. Cuando todo parece estar a punto de estallar (metafórica y literalmente) ¿qué mejor que distraernos de ese horror bailando al ritmo de Lollipop?
La puesta de Lucía Garay, que bien podríamos denominar telenovela-catastrófica con aires de musical, gracias a la coreografía de Vanina Montes, resulta sumamente dinámica. El miedo a la muerte (y no cualquier muerte, sino una muerte violenta) y la obstinación del pasado de hacerse presente, de abandonar su dimensión fantasmática, es abordado desde lo absurdo y lo patético. La autora y directora cuenta con la ayuda de excelentes actuaciones capaces de encarnar, oscilando entre lo cómico y lo trágico, ambos polos este diálogo absurdidad-miedo. Y, como si de una receta se tratara, el hilarante universo que construye Halley… requiere de un viaje a la década de 1980, que el vestuario Ana Nieves Ventura y la escenografía de Sofía Rapallini se encargan de lograr.
Solo queda una pregunta, cualquier similitud con lo que pueda llegar a pasar en diciembre del 2012 ¿será pura coincidencia?