Esteban, Matías, y Fernando. Tres hombres jóvenes, camino a la madurez, que visten una amistad de años adolescentes que ya les va quedando incómoda. Rara. No obstante, allí van los tres, al campo, a la estancia del abuelo de Esteban, el finado Gregorio muerto ya hace quince años. A saldar deudas y a rematar lo que queda. Muebles viejos. Caballos. Aprovechar la excusa, salir de la ciudad, relajarse, divertirse juntos. Y de paso que Fernando, el abogado, dé una mano con los trámites. De onda.
¿Qué puede ir mal? No mucho. Salvo que el pasado viaja con ellos, y no es una foto vieja y nostálgica, es un hongo latente y artero, listo para germinar y multiplicarse en urticante presente. Las historias del excéntrico Gregorio y su caballo, su muerte extraña susurrada por las malas lenguas del pueblo, la sutil sugestión del peón Robustiano y sus anécdotas de infancia, y la familiaridad con la que Matías se hace amigos indeseables en la pulpería, a pura timba, socavan la paz mental de Esteban, quien además debe tolerar la portación de amargura de Fernando, despechado por un desamor reciente y deprimiendo a troche y moche sin ningún tipo de pudor.
¿Quién no es un caballo? El caballo, compañero fiel e imprescindible de la gente de campo, pero también símbolo de una libertad que puede llegar a ser abrumadora, insoportable: el caballo que por antonomasia corre como el viento, esa fuerza que es ilimitada agitación del aire, furia expansiva, invisible y sin objeto. Liberación y disgregación, pérdida del yo. ¿Quién no puede ser un caballo, o no se atreve? Librarse de los caballos, o liberarlos. Liberarse a uno mismo, cabalgar a puro pelo, es posible... ¿pero a qué precio?
El elenco está integrado por Diego Cremonesi (Esteban), Francisco Egido (Fernando / Robustiano), y Walter Jakob (Matías), con dramaturgia y dirección de Eduardo Pérez Winter. Juntos han construido esta pieza de inspiración colectiva, a partir del trabajo y la investigación sobre los ensayos, y nos regalan una obra que plantada sobre la expresividad actoral y sobre una situación espacial de gran proximidad, compone para el público una intimidad potente, propicia para dejarse embargar por el relato.
Llama la atención el artilugio para construir la diversidad de los espacios que la obra convoca. La casa o estancia con sus cuartos interiores y pasillos comunicantes; el establo; la pulpería; e incluso las distancias intermedias que los separan y los ubican en la incierta geografía de un pueblo de campo latiendo en la noche de las pampas. Todo ello es representado en un escenario casi vacío (dos puertas enmarcadas, pocos objetos y un dispositivo lumínico pequeño y efectivo) a través de una convención actoral (impecablemente afirmada por el elenco) de desplazamientos que poco a poco se integran con un sentido propio en el relato. La codificada compartimentación de este vacío exterior refleja y densifica, manifestándolos, los complejos vericuetos internos de unos vínculos afectivos a los que el transcurrir de los años (y aquello que con el transcurrir crece y muta, silenciosa y lentamente, dentro de cada individuo) han puesto en jaque, llevándolos a ese punto de inflexión donde una amistad se transforma para poder desechar su piel vieja y proseguir... o bien desaparece definitivamente.
No soy un caballo es una negación productiva, abierta, es teatro que deja vibrando en nosotros preguntas que suelen inquietar. Una de las muchas perlas que ofrece nuestra generosa cartelera, y que vale la pena descubrir.